domingo, 9 de septiembre de 2012

Dedicar la vida

Artículo publicado originalmente en el semanario Iglesia en Camino del 9 de septiembre de 2012


Me parece mentira. Llevo ya algunos años con esta sección de música y todavía no he hablado, más que de soslayo, de la Hermana Glenda. Pues es buen momento esta vuelta de vacaciones en las que hemos podido disfrutar, a buen seguro, de los rítmos caribeños o rumberos o estridentes de las canciones del verano y de los éxitos playeros, para acercarnos a la música cercana y trascendente a la vez de una cantautora de la que las lístas de éxitos no hablarán nunca pero que tendría muchos motivos para estar en ellas.


Glenda Valesca Hernández Aguayo nació en una pequeña localidad del centro de Chile llamada Parral, la patria chica del inmortal poeta Pablo Neruda. Glenda mostró desde muy pequeña su vocación de servicio y entrega a los demás y también su amor por la música. muestra de ello fue su pertencia a numerosas asociaciones y proyectos solidarios así como a un trío musical junto a dos amigas de su localidad, con las que cantaba en liceos y festivales. Más tarde, Glenda decidió consagrar su vida al Señor y dejar su familia, su ciudad, su país, su novio y todo y dedicarse por completo a la evangelización y el apostolado por medio de la predicación y la música. En 1998 graba su primer disco, A solas con Dios al que seguirían ¿Quien podrá sanarme?, dedicado por completo a los versos de San Juan de la Cruz, Me amó y se entregó por mí, Orar con María, Orar con el corazón y un par de discos grabados en directo. Y es que es en los conciertos donde Glenda consigue contactar más de cerca con el público. Conciertos que ella asume como una labor misionera y que le han llevado por toda España, Italia, Alemania, Estados Unidos, Panamá, Costa Rica, Meico, Argentina, Chile, Colombia... Especialmente conmovedor fue el celebrado el Domingo de Resurrección en Santo Domingo (República Dominicana) en abril del 2006 por invitación del cardenal de esta ciudad para más de 25.000 personas en el estadio de esa ciudad.


La música de la Hermana Glenda es pausada, preciosista, reposada... una flecha que apunta al corazón. Sus discos están llenos de canciones que hablan sin ningun tapujo del encuentro cercano con Dios, de sentirlo presente como uno más entre nosotros. Pero también son canciones que intentan provocar la acción. No es una música para pararse, todo lo contrario, ayuda a interpelarnos si nuestra búsqueda del Reino está siendo suficiente. Si acaso para utilizarla como bálsamo reconfortante cuando esa búsqueda pueda llegar a dejarnos exhaustos. Glenda y su guitarra siempre están ahí para ayudarnos en nuestro camino de apostolado porque ella lo vive en cada momento. Ha dedicado su vida a ello.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Extremadura

Nunca me he sentido demasiado apegado a este territorio que me vio nacer. Cuando escucho "Extremadura" es para mi como si la Asociación Folklórica Renacer se me pusiera a tocar justo en la oreja El Candil un día de resaca.

Que no se me entienda mal: me gusta mi tierra, hablo de sus contrastes con orgullo, me gusta recordar las hazañas de los conquistadores, como jamón únicamente de DO Dehesa, regalo tortas del Casar o de la Serena cuando tengo algún compromiso, me emociono viendo un lince en Monfragüe y hasta puedo escuchar La Uva o Redoble sin sentir demasiados escalofríos.

Pero no soporto que la única imagen válida de Extremadura desde la formación de la Comunidad Autónoma sea para algunos un territorio imaginario equidistante entre Mérida y Cáceres (más cerca quizás de esta última) en el que las fiestas se hacen a base de jotas, pitarra y tencas. Me repatea que haya quien acuse a los flamencos extremeños de contaminación cultural cuando ese Bien Inmaterial de la Humanidad es también patrimonio nuestro. Que se le ponga la etiqueta de Carnaval netamente extremeño al Peropalo relegando a otros a retransmisiones en diferido que acaban a las tantas de la mañana. Que se nos llame portugueses a los que vivimos cerca de La Raya cuando la influencia lusa es bien notable en los pueblos y las gentes de toda Extremadura. Y tampoco soporto el vino extremeño si no me he tomado un omeprazol antes.

Extremadura somos todos. Y desde siempre se han cantado fandangos en Fregenal y tangos en la Plaza Alta. Para ir a la feria guapas, nuestras mujeres de siempre se han vestido de gitanas y el bacalao dorado ya se puede considerar plato autóctono.

Creo poco en los territorios porque solo hay que conocer un poco los pueblos para ver que no hay una muralla que separe Higuera de Jabugo, Azuaga de Peñarroya, Talarrubias de Almadén, Navalmoral de Oropesa, Plasencia de Bejar o Coria de Ciudad Rodrígo. Tampoco Valencia de Portalegre o La Codosera de Campomaior. Pero creo en las identidades. Y la identidad extremeña que nos han querido vender ha sido siempre más una suerte de alegato político-territorial que la realidad más común en nuestros pueblos, sobre todo cuando lo más rico es la diversidad, no la exclusión.

En cierta ocasión le escuché a un compañero cacereño: "Extremadura dos: Cáceres y se acabó". Mal hemos ido. Mal vamos. Y parece que mal iremos. A mi me siempre me ha gustado más este otro: "Extremadura tres: Badajoz, Cáceres y Leganés".